domingo, 26 de septiembre de 2010

Los que se fueron, regresaron, y nunca volvieron.

De súbito volvimos a los VHS. Es impresionante la calidad con la que nos contentábamos. En ese entonces era importante el contenido. Ahora lo es la forma. De todas maneras, si hubiéramos tenido algo mejor en ese momento, habríamos probablemente optado por una calidad más elevada de reproducción, independiente del contenido.




Sobre la torre había una regla que decía gauche a la izquierda y droite a la derecha. Se escuchaba la voz de un pequeño león con complejos de grandeza, y voces femeninas que coreaban su canción, sin tener mucha conciencia sobre el mensaje. Una estaba frente a un prisma extraño, la otra sobre la cama. Alguien se acercó a decirme hola, porque estaba asustada.


Hay quienes poseen un tegumento frágil. Cuando llegamos, había un bifurcación, una canción buena, y una decisión que tomar. Pero pensamos en el muro, ése que estaba hecho de fetos, guaguas raquíticas que alguna vez fueron congeladas, que tenían los miembros amoratados y quebradizos, y todo se hizo más fácil. Todo fue evidente y hasta obvio. Y lo logramos. Y nos sentimos libres. Fue seguramente el momento en el que asumimos que nunca sabríamos dónde estaba, dónde se perdió, y que por lo tanto nunca lo encontraríamos y tendríamos que prescindir de lo que hasta entonces era imprescindible. Ahí comprendimos que nosotros lo perfilábamos y le dábamos forma. Que era nuestro.

La lámpara estaba dispuesta de manera bastante frontal a la niña, aunque un poco hacia su elevada izquierda. La repetición cíclica no le molestaba por el momento y la mente se le atrofiaba y bloqueaba ciertos procesos cerebrales. Asumía que todos tenemos un sinnúmero de antecedentes no necesariamente públicos, que no nos implican directamente y que incluso así, afectan nuestra figurativa calma. Éso la tranquilizó, y le hizo sentir una extraña cohesión confusamente cálida para el contexto. Son cosas que están tan lejos. Tanto que al tocarlas y verlas delante tuyo, las sientes incluso más irreales, más de lo irreales que te parecieron cuando las supiste. Al palparte las sienes y sentir la sangre que pasa cada cierto lapso, ignorando la química, biología y demás disciplinas científicas que podrían aludir a esta mezcla de plasma y células en suspensión, tomas conciencia de las cosas que no duran, pero aunque se hayan ido por un rato, estás seguro de que volverán.

Es el único lugar que conozco. Es ése y ninguno más. Donde se disfrutaba del caos y se atendía el cosmos. Donde se nos mantenía vivos. Viviendo y no sobreviviendo. Donde todo tenía sentido, un porqué, un para qué, una finalidad. Lo mismo que hoy hacemos casi por inercia. Donde todo dependía de todos y nos hacía partícipes, creadores y propulsores de felicidad. Donde éramos responsables de algo o alguien (o ambos), y nos sentíamos imprescindibles. Donde alguien nos necesitaba. Donde las cosas no eran relativas y podíamos estar seguros, y teníamos espacio. Donde no pertenecíamos y no anhelábamos hacerlo. Donde lo bello era simple y universal. Donde el dolor tenía un hogar. Donde la culpa era sólo un estado de transición, era útil y no una tranca. Donde no buscábamos trascender y quedar en la posteridad. Donde nos comparábamos sólo con nosotros mismos.


Pero nunca volvimos.

1 comentario:

  1. "Donde el dolor tenía un hogar". Tenemos notocorda, sistema nervioso central, una de las más notables adaptaciones evolutivas de los seres vivos, personalmente...creo que es mejor tener al "dolor" bien metido en el organismo, ahora...exteriorizarlo? Cada uno lo hace como puede

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