martes, 29 de marzo de 2011

Cuatro días. Es hoy.

Hay miles de categorías, de todo. Hay miles de tipos de frutas, de electrodomésticos, de botellas, de marcos para fotos, de música, de cuadernos, de cafés, de momentos, de secretos. Yo tengo secretos guardados. Todos debemos tener secretos y conservarlos. Los secretos de clasifican por su relevancia, la cantidad de gente que implican, la humillación que causarían al ser descubiertos, el tormento que provocan por existir, etc.


Pero ése no es el tema.

La historia es la siguiente.


Cuando llegamos, todo estaba cubierto. El efecto que causaba era más bien de una paradójica incertidumbre. Todos sabíamos que no había nada que temer; de hecho, todos estábamos ya enterados de que estaría así, tapado, separando el mundo de nuestros sentidos con finas telas, pero la mente humana tiene caminos difíciles, a veces imposibles de predecir.
La seguridad es un tema que nos limita o nos libera.
Recibimos la señal. Un gesto que quería decir "no hay moros en la costa". La reacción fue inmediata, colectiva. Todo se dilató, casi como agua que hace caso omiso de la tensión superficial. Y que corre, corre. Pero no éramos nosotros. La señal no era para nosotros. Nos limitamos a contemplar el espectáculo. ¿Por qué no hacíamos nada, dices? Porque ni siquiera alcanzábamos a sentirla con los pies, y eso que no todos teníamos los zapatos puestos. Y porque supongo que estábamos resignados, y que en nuestras ideas preconcebidas sí tenía cabida la aceptación de que no iba a resultar. En realidad nunca estuvimos realmente aferrados a la idea, por lo que, es patético aceptar, dejarlo ir no fue una tarea difícil. Nunca, como a lo que estábamos habituados. Ahí ya había alguien. ¿Y qué podíamos hacer? Era bien sabido que acá, el que pestañea, pierde. El gran problema, lo que da el contraste de manera grandiosa entre este caso específico y otros más bien mundanos es la magnitud de lo que perdemos. Hubo una relajación, pero no era la nuestra. Lo que sí era nuestro era un exasperante nihilismo, rayando en el masoquismo, ambos construyendo una gruesa pared delante de nuestros ojos dejando todo lo que amábamos en el lado opuesto.

Quizás la señal era mentira, o era falsa.

O quizás sólo deba resignarme. Como dijo cierto escritor que no entiendo a cabalidad, no es coincidencia que el profesor dé como premio al mejor alumno de su clase lo que probablemente será el más cruento castigo para el peor.


Ahora ya estamos en otro contexto. Desde cualquier ángulo que quiera tomarse la situación, del análisis de la misma va a obtenerse un resultado de categórica modificación de planos. El tedio matutino aún no lo es, en estricto rigor, ya que la rutina no ha mermado el sentido de las cosas por el momento. ¿Cuál es una de las COLOSALES diferencias? Es exactamente eso, que supuestamente nada debería volverse un aburrimiento extremo creador de personas soportando cosas que no les interesan. Y que no hay nadie aquí. En lo pragmático obvio que sí, pero de todas maneras, no hay nadie. Estoy junto a un juego cromático y de dudosa funcionalidad. Pero es bonito. (¿El de Les Luthiers?, de hecho, ¡sí! El que estaba muerto, según lo que yo tenía entendido.)
¿Que coma? ¿Que coma qué, si se diese la instancia para delimitar conceptos? Un can que padece una anormalidad dañosa que haya alcanzado un cierto grado de irreversibilidad, ¿de dónde? ¿De los brazos, las piernas, el esternón, que no me escushen? Y, ¿a qué vendría la acotación con intenciones más bien apelativas? Y el dicterio, ¿por qué? Es un mal enfoque de las maneras de alcanzar los objetivos iniciales. Y bastante contraproducente, si me voy a la subjetividad que flexibiliza la historia. No hay nadie. Nadie. Sí, alguien. Pero aún no está ahí por completo.

Y no modifica nada.

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